De lo que pasa ahora
En realidad, voy tan deprisa y tan despacio que aun siempre estoy llegando. Parece ser que estoy en Salamanca, que se termina el verano, que hay que estudiar, que viene el otoño y hará frío. Mucho frío.
Pasado y Futuro me visitan y tomamos té. El tiempo es tan veloz que se cabalga sin prisa. Montada sobre el tiempo. Veloz. Llegada hasta aquí como de vuelta, arrojo luz sobre el pasado y los muertos. El pasado es recordado con piedad. Las manos de la piedad son blancas y limpias, lavadas con lavanda, pulidas con mar y sol, manos de madre. Ayer tuvo su nombre, tuvo un mañana hoy, sentada sobre la luna, sostengo mi globo, miro hacia abajo, retengo unos ojos, me mezco. Ya no quiero, no espero, vengo del olvido y me lleno de memoria. Tomo distancia rápido de las cosas. Observo desde la luna.
Hoy, todos estos monigotes me llenan de ternura, absurdos, llenos de fe, brillantes, idiotas. Se parecen a mí.
De lo que a veces pasa
Cuando me siento rara, me lleno de importancia. Paradojas. La vida. No es fácil sentirse insegura. Una camina, intenta jugar, canta, corre en las cuestas, se cae... se cae pero se sube a la luna y vuelta a empezar otra vez. Mi reticencia es timidez. Mi miedo a ser, a no ser nadie. Parecerá que no tengo dignidad porque no la visto de orgullo, me enorgullezco de pocas cosas. Aunque soy muy chula en momentos, me equivoco mucho, sin maldad. Sólo peleo si me asusto, si pierdo la lucidez, si tengo miedo. Quizá el orgullo sea la cara del miedo a no ser nadie, petulancia de bufón de rey, soberbia de cisne o avestruz, y la dignidad muy otra cosa; quizá preferir ser nadie o ser tonta, ser inadvertida o ser culpable, a subirse al trono y enseñar la cola de pavo real, quizá sea eso otro más digno o más discreto, más elegante, al menos. Todo es muy importante hasta que deja de serlo. Nada. Claro. Todo. Esto. Esto es muy importante.
De lo que ha pasado
No me enorgullezco, me reservo; mi timidez abriga mi dignidad. Mi dignidad se moría de frío y me ensimismé para darle calor- luego, mi orgullo saltó de rama en rama, le quemaba la madera. Mi pequeño orgullo cansado se paró en una nube; encontró a la humildad que le lavó los pies y curó sus heridas y le llamó hermano.
Ahora, mi corazón es un árbol, sin virtud ni pecado ni juicio: sus raíces invaden la luna, sus hojas son de luz y en su copa, el viento nunca cesa.
Allí me siento. Tarareo. Respiro y parpadeo. Desde allí veo mejor.